Señores
miembros del Congreso Nacional
Pueblo
Dominicano:
Porque me dio
el pueblo el poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece. Ningún
poder es legítimo si no es otorgado por el pueblo, cuya voluntad soberana es
fuente de todo mandato público. El 3 de mayo de 1965, el Congreso Nacional me
honró eligiéndome Presidente Constitucional de la República Dominicana.
Solamente así podía aceptar tan alto cargo, porque siempre he creído que el
derecho a gobernar no puede emanar de nadie más que no sea del pueblo mismo.
Bien legítimo
era ese derecho, forjado por nuestras grandes mayorías nacionales en las
elecciones más puras de toda nuestra historia, y depositado en mis manos en
momentos en que el pueblo dominicano se batía, a sangre y fuego, para
reconquistar sus instituciones democráticas. Estas instituciones, surgidas de
la consulta electoral del 20 de diciembre de 1962, fueron devoradas por la
infamia y la ambición de una minoría que siempre ha despreciado la voluntad
popular.
Los
dominicanos se batían a sangre y fuego, porque esa minoría le arrebató sus
libertades el 25 de septiembre de 1963. Esa minoría es la misma que siempre ha
robado, encarcelado, deportado y asesinado a nuestro pueblo. Y esa minoría,
representada por el Triunvirato que presidió Donald Reid, se llegó a creer que
este país le pertenecía y que sus habitantes eran sus esclavos.
Todos esos
vicios y errores significaban mayores dolores y miseria para el pueblo. La vida
se hacía insoportable. Ni una sola esperanza cabía en el alma de los
dominicanos mientras se mantuvieran gobernando los usurpadores del poder. Para
que renaciera esa esperanza se hacía necesario volver al gobierno libremente
electo, es decir, a la democracia de la Constitución de 1963. Todo indicaba que
la minoría gobernante, que pensaba y actuaba como propietaria de la nación,
permanecería en el poder aún en contra de los más vivos reclamos populares,
orientados hacia el rescate del régimen democrático.
La rebelión
armada contra la ilegitimidad de su mando se convirtió entonces en una
imperiosa necesidad social. Fruto de esa necesidad, y de la determinación de
los dominicanos a ser libres, sin importarles la cuantía del precio, estalla el
glorioso movimiento 24 de abril.
Ese
Movimiento, inspirado en el más noble espíritu democrático, no era un
cuartelazo más. Razón tenía el profesor Juan Bosch cuando dijo, desde su
obligado exilio en Puerto Rico, que los dominicanos estábamos librando una
revolución social. Así era porque los sectores democráticos del pueblo, tras
mucho sufrimiento y mayores frustraciones, habían tomado profunda conciencia de
su papel histórico y, hermanados con los militares que respetamos el juramento
de defender la majestad de las leyes, se lanzaron a la calle en busca de su
libertad perdida.
Heroicamente,
con más fe que armas, y con enorme caudal de dignidad, el pueblo dominicano
abría de par en par las puertas de la Historia para construir su futuro.
Hondas, muy profundas eran las raíces de esa lucha. Desde la Independencia,
desde la Restauración, caminaba el pueblo muriendo y venciendo tras su derecho
a ser libre. El 24 de abril era un paso gigantesco hacia la construcción de ese
derecho y hacia la democracia que lo consagra plenamente.
Los enemigos
del pueblo, aquellos que por encima de los intereses de la Patria colocan sus
propios intereses en un vano empeño por mantenerse en el poder, hacían correr,
como ríos, la sangre generosa. Pero sobre nuestros muertos, nos levantamos
siempre con mayor fuerza. La Revolución avanzaba triunfante. América entera
miraba con admiración hacia esta tierra, esperando ansiosa nuestro triunfo,
porque en él veía una victoria de la democracia sobre las minorías opresoras
que azotan, como plagas, todo el Continente Americano.
Desgraciadamente,
el 28 de abril, cuatro días después de iniciada la Revolución, cuando la
libertad renacía vencedora, cuando todo un pueblo se volcaba fervorosamente
hacia el encuentro con la democracia, el Gobierno de los Estados Unidos de
América, violando la soberanía de nuestro Estado Independiente, y burlando los
principios fundamentales que sostienen la convivencia internacional, invadió y
ocupó militarmente nuestro suelo.
¿Qué derecho
podían invocar los gobernantes norteamericanos para atropellar así la libertad
de un pueblo soberano? ¡Ninguno! Se hacían culpables de un gravísimo delito,
que atentaba contra nuestra nación. Contra América y contra el resto del mundo.
El principio de No Intervención, base fundamental de las relaciones entre los
pueblos civilizados, fue tan brutalmente desconocido que aún se escucha por
toda la vastedad del planeta el eco de la más dura repulsa contra los
invasores.
En este
continente de hermanos, al lado del clamor de los Gobiernos de Chile, Uruguay,
México, Perú y Ecuador, que encauzaron su actuación internacional haciendo
honor al sentimiento de fraternidad continental de sus respectivos pueblos, se
escucha así mismo, en defensa de la No Intervención y de la soberanía de
nuestro país, la vibrante y solidaria protesta de millones de latinoamericanos
indignados.
La humillación
que el gobierno de los Estados Unidos de América del Norte hacía sufrir a la
República Dominicana, militarmente invadida, significa también una dolorosa
humillación para toda América. ¿Qué normas, qué principios pueden servir a las
naciones americanas para hacer valer su vocación y su derecho a la
independencia, cuando los gobernantes norteamericanos decidan, con vanas
excusas y apoyados en la fuerza de sus cañones, imponerles su destino político?
¿A dónde ir a reclamar para que reconozca el derecho de un pueblo a ser
independiente y dueño de su propia vida? ¿Qué organismos, qué instituciones
serán capaces de defender esos derechos y de alentar a los pueblos a
ejercerlos, sin temor a la intrusión de los que se han erigido en árbitros de
la determinación ajena?
Para desgracia
de la República Dominicana y para desgracia de América, la Organización de
Estados Americanos, en vez de asumir la defensa de nuestra soberanía, en vez de
sancionar severamente la intervención militar para hacer de este modo honor a
los principios que dice sustentar, no sólo se colocó de espaldas a su propia
Carta Constitutiva, sino que también empujó, aún más, el puñal que hoy se clava
en el corazón de nuestra patria.
Cuatro días
después de la intervención militar norteamericana, la Organización de Estados
Americanos decidió que se hiciera «todo lo posible para procurar el
restablecimiento de la paz y la normalidad en la República Dominicana». En el
texto de la Resolución que expresa lo citado nada se decía acerca de la
violación de nuestra soberanía. ¡Nada! Ni una sola palabra hace referencia al
monstruoso crimen del 28 de abril de 1965, que por largo tiempo conmoverá a los
frágiles cimientos del orden jurídico interamericano. Todo lo contrario. La
Organización de Estados Americanos se empeñaba entonces, ignorando y torciendo
los principios, en justificar y validar la intervención militar norteamericana.
Y así creyó hacerlo creando la Fuerza Interamericana. La Resolución que
consagra esa funesta medida, registrada como Documento Rec.2 de la Décima
Reunión de Consulta de Ministros Americanos, revela muy a las claras la actitud
del organismo regional a ese respecto. En efecto, en ella se lee lo siguiente:
«Que la integración de una Fuerza Interamericana significará, ipso facto, la
transformación de las fuerzas presentes en territorio dominicano en otra fuerza
que no será de un Estado sino de un organismo inter-estatal...»
¡Transformación!
He ahí la palabra que delata la convivencia de la Organización de Estados
Americanos con los invasores. Se transformaban los «marines» en Fuerza
Interamericana. Aquello fue la institucionalización del delito político como
norma de las relaciones internacionales de nuestro continente.
La
intervención norteamericana vino, pues, a detener el triunfo de la democracia
dominicana y a apuntalar a la minoría que le niega y le disputa sus derechos a
nuestros pueblos. Tras el llamado Gobierno de Reconstrucción
Nacional, obra de los funcionarios de la intervención extranjera, se echó al
desprecio al pueblo, se fortaleció la corrupción, y el crimen se extendió por
todo el país.
A pesar de la
frustración momentánea que en esos trágicos días sufriera la Revolución, el
Gobierno Constitucional decidió defender sus derechos. Naturalmente, ante la
violencia y la fuerza del poderío norteamericano, representado por más de 40
000 soldados, ya no era posible el triunfo armado del movimiento democrático
dominicano. Tuvimos que negociar con los invasores a fin de conservar parte del
tesoro de democracia que habíamos comenzado a crear.
En la mes de
negociaciones defendimos siempre los principios. Si abandonamos algunas de las
conquistas por las que el pueblo dominicano se lanzó a la lucha, no se debió a
que los negociadores de la Organización de Estados Americanos trajeran
proposiciones de un mayor contenido democrático que el perseguido en nuestros
objetivos iniciales. Cedimos solamente ante la realidad que nos imponía la
intervención americana. El corredor que las tropas extranjeras establecieron,
arbitraria e injustificadamente, dividiendo la ciudad en dos, no tuvo otra
razón que la de evitar que nuestra lucha se extendiera, desde esta gloriosa
ciudad, hacia todo el resto del país.
Las ansias
democráticas habían hecho vibrar la República entera. La causa que con las
armas en las manos defendía el pueblo de Santo Domingo era la causa nacional.
Esta ciudad cuatro veces centenaria fue la vanguardia, y desde ella nos
lanzamos, triunfantes contra los opresores criollos. Se vislumbraba ya la
victoria de las armas democráticas, y cuando estábamos a punto de lograrla
plenamente, Estados Unidos de América se interpone, invadiéndonos para
salvaguardar los peores intereses y las más ruines ambiciones.
Fue entonces
cuando tuvimos que ceder en algunos de nuestros objetivos, porque no podíamos
vencer con las armas. Pero a pesar de toda la fuerza y de toda la violencia del
poderío militar norteamericano, no cedimos por temor o por miedo a ser
vencidos. Testigo es el mundo de la lucha que libramos, del coraje y la
valentía de ese pueblo en el terreno del honor y en el campo de batalla.
Oportuno es
que me detenga aquí para rendir homenaje a los héroes que entregaron sus vidas
luchando por la democracia y la soberanía nacionales. Ese Combatiente
Desconocido, que reposa en esta Plaza de la Constitución, es el símbolo del
sacrificio y del amor de los dominicanos por su libertad. Como él, murieron
miles. De ese semillero de héroes crecerá vigoroso el futuro de la patria.
Porque héroes son los que dieron la vida tratando de evitar que se creara el
corredor internacional que detuvo nuestra marcha victoriosa. Porque héroes son
los que, con piedras en las manos, detuvieron los tanques de acero en el Puente
Duarte. Héroes son los que defendieron hasta el último aliento la Zona Norte de
la ciudad; héroes son los que recibieron, impávidos, los ataques aéreos al
Palacio Nacional; héroes los que durante los días 15 y 16 de junio recibieron
valientemente la metralla extranjera; héroes los del 29 de agosto; héroes
también los que han muerto en todos nuestros frentes, en campos y ciudades
defendiendo la integridad nacional.
Nunca tal vez
en la vida de los dominicanos se había luchado con tanta tenacidad contra un
enemigo tan superior en número y en armas. Luchamos, sí, con bravura de
leyenda, porque íbamos desbrozando con la razón el camino de la Historia.
No pudimos
vencer, pero tampoco pudimos ser vencidos. La verdad auspiciada por nuestra
causa fue la mayor fuerza y el mayor aliento para resistir. ¡Y resistimos! Ese
es nuestro triunfo porque sin la tenaz resistencia que opusimos, hoy no
pudiéramos ufanarnos de los objetivos logrados.
Nosotros
cedimos, es cierto, pero ellos, los invasores que vinieron a impedir nuestra
revolución, a destruir nuestra causa tuvieron que ceder también ante el
espíritu revolucionario de nuestro pueblo.
Ahí están,
hablando por sí solas, las conquistas alcanzadas y que constan, engrandecidas
por la sangre de los caídos, en el Acta Institucional y en el Acta de
Reconciliación Dominicana. Se nos han reconocido múltiples derechos económicos
y sociales. Hemos logrado la fijación de elecciones libres a breve plazo. Hemos
conquistado las libertades públicas, el respeto a los derechos humanos; el
regreso de los exiliados políticos, el derecho de todo dominicano a vivir en su
patria sin temor a ser deportado. Pero, por encima de todo, hemos logrado una
conquista inapreciable, de fecundas proyecciones futuras: ¡La conciencia
democrática! Conciencia contra el golpismo, contra la corrupción
administrativa, contra el nepotismo, contra la explotación y contra el
intervencionismo. Hemos conquistado conciencia de nuestro propio destino
histórico. En suma, conciencia del pueblo en su fuerza, que si el 24 de Abril
le sirvió para derrotar a las oligarquías civil y militar, hoy, nutrida por esa
maravillosa experiencia y esta lucha asombrosa le permitirá forjar, en la paz o
en la guerra, su libertad y su independencia. ¡Despertó el pueblo porque
despertó su conciencia!
Esos son los
logros de esta revolución. No solamente nuestros, sino también de América. Los
principios que aquí han sido defendidos son los mismos que hoy conmueven a
todas sus naciones. Cuando los pueblos situados al sur del Río Bravo expresaban
su solidaridad con nuestra lucha, junto al estímulo fraternal iban también,
profundamente unidas, sus más caras e íntimas aspiraciones. Desde México hasta
Argentina la democracia es el sueño de millones de hombres que quieren
convertir en realidad. Sueño de paz creadora, de paz y libertad decorosa. Pero
ese bello sueño es turbado, hasta convertirse en pesadilla, por la codicia y la
explotación de minorías ajenas al noble ideal de la convivencia humana.
Si algún
mérito me cabe por haber participado preeminentemente en esta revolución
democrática, gracias al honroso mandato presidencial que me otorgara el Honorable
Congreso Nacional, no es otro que el de haber comprendido esa dolorosa realidad
de nuestro pueblo, y haber luchado ardientemente por tratar de transformarla en
un porvenir cargado de esperanzas.
Creo
firmemente que el pueblo dominicano terminará por lograr su felicidad, y el 24
de Abril será siempre un símbolo estimulante hacia la consecución definitiva de
ella. Es nuestra obligación, como defensores de la democracia, abonar la
siembra generosa que comenzó en esa fecha inmortal. Pero abonarla con
entusiasmo creciente, con todo el espíritu, sin vacilaciones, sin descanso. El
mejor modo de hacerlo está en la unidad de todos nosotros, en la vigilancia de
todos nosotros, dispuestos mañana, como lo hemos estado hoy, a correr todos los
riesgos en defensa de la democracia dominicana y del honor nacional.
Ante el pueblo
dominicano, ante sus dignos representantes que aquí encarnan el Honorable
Congreso Nacional, renuncio como Presidente Constitucional de la República.
Dios quiera y el pueblo pueda lograrlo, que esta sea la última vez en nuestra
historia que un Gobierno legítimo tenga que abandonar el poder bajo la presión
de fuerzas nacionales o extranjeras. Yo tengo fe en que así será.
Finalmente,
invito al pueblo aquí reunido a hacer el siguiente juramento:
En nombre de
los ideales de los Trinitarios y restauradores que forjaron la República
Dominicana.
Inspirados en
el sacrificio generoso de nuestros hermanos civiles y militares caídos en la
lucha constitucionalista.
Interpretando
los sentimientos del pueblo dominicano.
Juramos luchar
por la retirada de las tropas extranjeras que se encuentran en el territorio de
nuestro país.
Juramos luchar
por la vigencia de las libertades democráticas y los derechos humanos y no
permitir intento alguno para restablecer la tiranía.
Juramos luchar
por la unión de todos los sectores patrióticos para hacer a nuestra nación
plenamente libre, plenamente soberana, plenamente democrática.
Francisco
Caamaño
Santo Domingo,
D.N., Republica Dominicana
03 de
Septiembre de 1965.
Entrega del
mandato presidencial.
Santo Domingo,
R.D., domingo, 24 de abril de 1965.
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